El periodo comprendido entre la gestación y los primeros 5 años de vida se conoce como infancia temprana. Es el período más intenso de desarrollo cerebral de todo el ciclo de vida, y por tanto la etapa más crítica del desarrollo humano. Lo que ocurre antes del nacimiento y en los primeros años de vida marca la vida humana posterior. Aunque los factores genéticos inciden en el desarrollo del niño, las pruebas indican que el ambiente tiene una gran influencia en la infancia temprana, de manera que los sucesos traumáticos que ocurren durante esta etapa pueden conllevar graves alteraciones en el desarrollo ulterior.

Cuando los menores de 5 años experimentan experiencias traumáticas o son testigos de eventos traumáticos, con frecuencia se piensa que son demasiado pequeños para entender y que, por tanto, no hay necesidad de tener en cuenta estas experiencias en su futuro. Sin embargo, las investigaciones demuestran que los niños pequeños se sienten afectados por acontecimientos traumáticos, incluso aunque no entiendan lo que está ocurriendo.

Estas experiencias traumáticas pueden ser el resultado de violencia intencional, tanto en la vida intrauterina (por ejemplo, cuando una mujer consume durante la gestación del bebé sustancias tóxicas: alcohol, drogas o tabaco), como una vez nacidos, en forma de negligencia, abandono físico y emocional, abusos sexuales, violencia doméstica, etc. En la infancia temprana también se pueden vivir experiencias traumáticas como resultado de desastres naturales o accidentes. Los niños pequeños también pueden experimentar estrés traumático debido a procedimientos médicos dolorosos o la muerte repentina del cuidador/a principal o un miembro de la familia.

Los niños que han sufrido estrés traumático en su infancia temprana, posteriormente suelen tener dificultades para regular sus conductas y sus emociones. Pueden mostrarse muy dependiente y temerosos ante nuevas situaciones, asustarse fácilmente, ser difíciles de consolar y/o suelen ser agresivos e impulsivos. También pueden tener dificultades para dormir, olvidan destrezas recién aprendidas y muestran regresiones en algunas conductas.

El siguiente diagrama muestra cómo la edad cronológica y la edad de desarrollo de un joven que ha sufrido alguna forma de adversidad en su vida intrauterina o en su infancia temprana pueden variar drásticamente de un momento a otro, de manera que puede tener 18 años de edad real, capacidad lectora propia de 16 años y habilidades de lenguaje de un joven de 20 años, pero se muestra como un niño de 7 años en habilidades sociales, su nivel de autonomía personal puede ser la propia de un niño de 11 años, tener un dominio del tiempo y del dinero de 8 años y una madurez emocional de un niño de 6 años.

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Así, determinados comportamientos que pueden parecer muy extraños para su edad actual, por su contenido e intensidad, no están relacionados con el hecho presente que está ocurriendo en esos momentos, sino con la memoria traumática almacenada, que se manifiesta a través de esa conducta.

Ante la adversidad hay tres reacciones típicas: la huída, el bloqueo y el ataque. Son tres mecanismos de defensa que aprendieron desde muy pequeños como reacción al sufrimiento que estaban experimentando en esos momentos y que posteriormente continúan usando aunque haya desaparecido ese ambiente hostil.

Es por esto que algunos menores que han sufrido adversidad temprana huyen o se esconden ante el conflicto; otros se bloquean, no son capaces de ver, de escuchar, porque se han desconectado de la situación; otros, finalmente, se transforman ante esa situación conflictiva y reaccionan de forma agresiva, descontrolada, sin relación entre el estímulo que han recibido y la respuesta que han dado.

Hay que saber identificar estos tres mecanismos de defensa que usaban cuando necesitaban sobrevivir en la institución donde estaban o en su familia biológica cuando había gritos, violencia, negligencia, malos tratos, etc. Son tres sistemas de alarma que hay que aprender a reconocer porque en esos momentos el niño se está defendiendo, se está protegiendo, está pidiendo ayuda, no está atacando al cuidador/a actual. Está conectando con su pasado. Cuando el niño agrede, insulta, etc. no está agrediendo a esa persona concreta. En esos momentos lo importante es que la persona adulta entienda esto y esté lo más calmada posible para poderle calmar a él o ella.

Para estar calmado y poder calmar es importante aprender a interpretar de manera adecuada las conductas agresivas, los insultos, etc. Entender que aunque el niño lleve tiempo con la familia adoptiva muchos de sus comportamientos no se deben a que la familia no lo esté haciendo bien, sino que la causa real es el daño residual que el niño tiene todavía. Decirles que entendemos su enfado, su furia, su rabia, etc. es una forma de ayudarle a contenerse. En cambio, si le gritamos, si le castigamos, no estamos ayudándole a contenerse. Mandarle a su habitación o expulsarle de clase hasta que se calme no ayuda porque lo que necesita es que lo ayudemos estando con él/ella, no alejándole de nosotros. Ellos suelen tener un concepto negativo de sí mismo con lo cual su autoestima empeora de esa forma. Necesita un adulto consistente y constante, que las veces que haga falta, le muestre que ya no necesita usar esos mecanismos de defensa.

Tener esta información es fundamental para no tener expectativas y demandas, tanto cognitivas como de comportamiento, que pueden estar fuera de sus posibilidades, si no se les ofrecen las herramientas o los recursos necesarios para alcanzarlas.

Por eso, para atender las necesidades específicas que tienen de una manera más eficaz es importante promover la comprensión y la empatía, en vez del juicio y la frustración. De esta forma se estará mejor equipado para tener éxito en los retos de aprendizaje y en los problemas de conductas que presentan aquellos menores que han sufrido algún tipo de adversidad temprana.

 Marga Muñiz Aguilar